Quizá ya no sea como antes, tengo la leve certeza de que caeré inexorablemente en el hoyo que ha sido preparado para mí. No tengo mayor solución que la de afrontar con valentía la prueba que el destino apunta a mi cabeza, la flecha que ha de seguirme aunque yo hábilmente trate de escapar -ninguna habilidad es tal, comparada a la fuerza que la mayor de nuestras hermanas nos depara-. No tengo fuerza siquiera para pensar en lo que ha de esperarme.
Yo, un hijo de la Tierra, soy un simple punto ante la magnificencia y la increíble faz de la creciente oscuridad. Ya no sé lo que me pueda pasar, la prisión de roca en la que me encuentro ahora mismo no puede ser para mi más que el signo de mi muerte, mi última morada, el lugar donde, desavenido de toda suerte, he de vivir lo que dicte mi mano al compás de su voz, su voz temblante, crepitante, plúmbea y esquiva a cualquier misericordia, a cualquier tenue hilo de luz, que, por algún instante pudiera desprenderse de mis ojos.
Yo, un hijo de la Tierra, soy un simple punto ante la magnificencia y la increíble faz de la creciente oscuridad. Ya no sé lo que me pueda pasar, la prisión de roca en la que me encuentro ahora mismo no puede ser para mi más que el signo de mi muerte, mi última morada, el lugar donde, desavenido de toda suerte, he de vivir lo que dicte mi mano al compás de su voz, su voz temblante, crepitante, plúmbea y esquiva a cualquier misericordia, a cualquier tenue hilo de luz, que, por algún instante pudiera desprenderse de mis ojos.
Temo, ahora, ser el único en la Tierra que ostente el conocimiento de lo que nos espera, más aún, temo, por sobre todas las cosas que han cruzado el cuerpo celeste que me cubre, ser el último de los hombres que habite el lugar donde hace mucho tiempo hubo alegría. Sean mis palabras el único júbilo que tiene el rocío para temblar y caer al suelo antes de morir, sea mi cuerpo la última compañía que goce el viejo tronco estéril que, muerto sobre sí, da sombra a este inútil binomio de sangre y temor, combinación que me condujo a mi verdugo, a la fiera, a la temible figura de la soledad. Su rostro es un grito, pero ahora no quiero recordarla, el miedo se acrecienta, la sangre corre rápido, como saliendo de las venas, estoy cortando mi respiración sin poder mantenerme en pie, aquí viene, a kilómetros de distancia ha olido mi sangre y mi temor, antes de verme siquiera ya me ha hecho su presa.
Es demasiado tarde ahora, ya está aquí, y su presencia me indica que el último de los hombres soy yo, el último, el que no podrá defender a la humanidad, mi raza ha sido exterminada, y conmigo quedará extinta eternamente, la maldita penumbra que siempre me acechó comerá mi cuerpo y devorará mi alma, nada quedará de mi, y de mis hermanos y hermanas sobre la faz de lo que fue ese fruto verde del sol. Se aproxima ya y el grito de su rostro se abre paso partiendo el viento sobre mí, como cubre el cielo ahora la negra Tierra que, desdichada mi suerte, me tocó ver por última vez. Sea la luna la última esperanza falsa que yo vea, arriba en el cielo, aquella que alguna vez fue luz es hoy roca pura y nada más. Este es el segundo exacto, el último segundo, desde aquí seré devorado por la sombra y no seré más hombre, y no seré más nada, y entonces dejaré de llamarme Edgar Allan Poe.
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Gustavo Lopez T.
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